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A Fondo
¿La era del libro llega a su fin?
Por Erick Aguirre
Menos de un siglo después de que Gutenberg inventara la imprenta, un tipo antidogmático, antiescolástico e hipercrítico llamado Pierre La Ramée, también conocido como Petrus Ramus, propuso un sistema de enseñanza basado en la distribución de un libro a cada alumno, y concibió para ello todo un conjunto de programas cuya influencia aún sufren las modernas escuelas y universidades, incluyendo la enseñanza por encuentros y los cursos por correspondencia.
Las autoridades religiosas y universitarias de aquel tiempo se preguntaban sorprendidas si sería aconsejable introducir el libro en las escuelas como instrumento pedagógico. Ellos, como el mismo Ramus, veían aquello como un simple cambio de método pedagógico cuyas consecuencias serían meramente prácticas: un leve cambio en las relaciones maestro-alumno.
No imaginaban siquiera que Occidente se estaba jugando entonces la carta más importante de su historia, y que aquel invento acarrearía la formación del individualismo y del nacionalismo en Europa y el resto del mundo durante el transcurso de los siglos futuros.
Con temor o alegría contenida, resignación o porfía de lector, desde George Orwell hasta Aldous Huxley, Octavio Paz o Mario Vargas Llosa, ya hace algún tiempo vienen advirtiendo la significación --peligrosa o ventajosa-- de las nuevas formas tecnológicas de comunicación.
Con temor o alegría contenida, resignación o porfía de lector, desde George Orwell hasta Aldous Huxley, Octavio Paz o Mario Vargas Llosa, ya hace algún tiempo vienen advirtiendo la significación --peligrosa o ventajosa-- de las nuevas formas tecnológicas de comunicación.
Son muchos ya los que se preguntan si el libro morirá. Si con el invento de esa linterna mágica (como llamó MacLuhan a “su majestad la televisión”), y ahora con la distribución millonaria de multimedias y el acceso masivo a las autopistas de la información, el sentido, la experiencia o el placer de la lectura en sí misma terminará por desaparecer.
¿Debemos resignarnos a la desaparición de los viejos libreros que nos conseguían títulos por encargo, y acudir sin remedio a esos fríos y enormes “libródomos” llenos de best sellers, de los cuales se lamenta Vargas Llosa? En nuestros países la pregunta podría ofender a quienes ni siquiera han accedido a la alfabetización básica, pero el auge desproporcionado, desmedido y esnob de la tecnología, el uso y abuso del avance tecnológico en la comunicación en una región paupérrima, también podría estar preocupando a algunos, sobre todo a ese reducido segmento humano que por una u otra razón se aferra al libro como un instrumento vital.
¿Debemos resignarnos a la desaparición de los viejos libreros que nos conseguían títulos por encargo, y acudir sin remedio a esos fríos y enormes “libródomos” llenos de best sellers, de los cuales se lamenta Vargas Llosa? En nuestros países la pregunta podría ofender a quienes ni siquiera han accedido a la alfabetización básica, pero el auge desproporcionado, desmedido y esnob de la tecnología, el uso y abuso del avance tecnológico en la comunicación en una región paupérrima, también podría estar preocupando a algunos, sobre todo a ese reducido segmento humano que por una u otra razón se aferra al libro como un instrumento vital.
Alguna razón habrá para que en un país donde nació y creció alguien como Rubén Darío, y que se enorgullece de ofrecer una de las mejores producciones literarias en Hispanoamérica a lo largo del siglo veinte, surjan voces que lamenten el desmedro comercial del libro. También por supuesto las habrá para que otros piensen en ello como una forma rápida y ventajosa de adquirir y aprovechar el conocimiento, preconizando quizás un nuevo concepto de hedonismo que excluye a la lectura como una forma de placer.
Difícilmente hubiera esperado oír, por ejemplo, a un poeta como Juan Carlos Vílchez, considerar con indiferencia o pragmatismo la posibilidad de un pronto ocaso del libro. Vílchez no cree que la literatura en sí vaya a desaparecer pronto, pero sí el libro como instrumento de transmisión de la experiencia literaria.
Según Vílchez, la razón fundamental por la que el libro va a cambiar y está cambiando como producto de consumo, es precisamente la rentabilidad. Está convencido de que nunca hubo ningún cambio importante en el desarrollo de la humanidad, en el cual las leyes del mercado no tuvieran una influencia principal. Piensa que si el libro va a cambiar su forma, es para que pueda ser consumible y por supuesto rentable.
Vílchez cree que el estado actual del libro no lo hace lo suficientemente rentable. “Por muchas razones de orden social y económico, pero fundamentalmente por el tiempo: el avance tecnológico y la ampliación de los sectores de interés en toda la humanidad han hecho que el tiempo sea el bien o el capital más precioso, y dentro de los mecanismos económicos modernos la forma en que está contenida la información literaria en un libro no permite que alguien pueda sentarse un día o dos a perder el tiempo en leer un grupo de páginas”, me dijo.
Difícilmente hubiera esperado oír, por ejemplo, a un poeta como Juan Carlos Vílchez, considerar con indiferencia o pragmatismo la posibilidad de un pronto ocaso del libro. Vílchez no cree que la literatura en sí vaya a desaparecer pronto, pero sí el libro como instrumento de transmisión de la experiencia literaria.
Según Vílchez, la razón fundamental por la que el libro va a cambiar y está cambiando como producto de consumo, es precisamente la rentabilidad. Está convencido de que nunca hubo ningún cambio importante en el desarrollo de la humanidad, en el cual las leyes del mercado no tuvieran una influencia principal. Piensa que si el libro va a cambiar su forma, es para que pueda ser consumible y por supuesto rentable.
Vílchez cree que el estado actual del libro no lo hace lo suficientemente rentable. “Por muchas razones de orden social y económico, pero fundamentalmente por el tiempo: el avance tecnológico y la ampliación de los sectores de interés en toda la humanidad han hecho que el tiempo sea el bien o el capital más precioso, y dentro de los mecanismos económicos modernos la forma en que está contenida la información literaria en un libro no permite que alguien pueda sentarse un día o dos a perder el tiempo en leer un grupo de páginas”, me dijo.
A él no le extrañaría, por ejemplo, que un día el libro, la información literaria o cualquier otra información, llegue a absorberse a través de una maquinita con un cable conectado. “Esa información va a pasar directamente a tu cerebro en cinco o diez minutos, y esa va a ser una lectura. Entonces te habrás ahorrado mucho tiempo”, sonríe.
Por supuesto que estas ideas, advertidas por diversos intelectuales desde hace un buen tiempo, asustan a otros, quienes no ven con buenos ojos la idea de que, en efecto, un día, para leer una novela baste con que nos conecten un “chip” en el cerebro.
Hay quienes creen que con ello se perdería sin remedio el placer de la lectura, es decir, sentarse a leer un libro y disfrutarlo. Y no sólo el placer, sino la experiencia imaginativa, totalmente subjetiva, individual, de asimilar lo escrito en una obra.
Sin embargo Vílchez argumenta que durante el transcurso de las distintas civilizaciones humanas el concepto de placer ha cambiado y se ha transformado muchas veces. Considera, por ejemplo, que no es igual el sentido del placer que tuvieron los griegos o los etruscos, que el concepto prevaleciente en pleno siglo XXI.
Por supuesto que estas ideas, advertidas por diversos intelectuales desde hace un buen tiempo, asustan a otros, quienes no ven con buenos ojos la idea de que, en efecto, un día, para leer una novela baste con que nos conecten un “chip” en el cerebro.
Hay quienes creen que con ello se perdería sin remedio el placer de la lectura, es decir, sentarse a leer un libro y disfrutarlo. Y no sólo el placer, sino la experiencia imaginativa, totalmente subjetiva, individual, de asimilar lo escrito en una obra.
Sin embargo Vílchez argumenta que durante el transcurso de las distintas civilizaciones humanas el concepto de placer ha cambiado y se ha transformado muchas veces. Considera, por ejemplo, que no es igual el sentido del placer que tuvieron los griegos o los etruscos, que el concepto prevaleciente en pleno siglo XXI.
El escritor Franz Galich opina diferente, y prefiere desestimar el pretexto de la urgencia de tiempo para poder digerir una obra a la vez divertida y formativa. Menciona, por ejemplo, las novelas del italiano Umberto Eco. Una de ellas, El nombre de la rosa, tiene casi ochocientas páginas y contiene mucha información ideológica, teológica e histórica, sin embargo ha batido récords en sus tirajes y traducciones a nivel mundial.
También mencionó la Biblia, para desestimar el marco de consideración del gusto o el placer de la lectura, como indicador de consumo masivo de un libro. “Es el libro más vendido en el orbe, sin embargo, me pregunto cuántos en realidad lo compran para leerlo o disfrutarlo, cuántos efectivamente lo leen”, me confesó.
Galich considera que independientemente de que el centro de todo sea la capacidad de hacer consumible o colocar exitosamente en el mercado un producto como el libro, se puede seguir considerando importante la producción de libros de elevado contenido, para lectores exigentes, que disfruten del “remanso de leer”. Aunque ratifica que, conforme ha pasado el tiempo y se ha desarrollado la humanidad, el tiempo de vida se nos ha hecho más corto, piensa también que dedicar algo de ese tiempo a la lectura, “en el sentido clásico”, es más bien apremiante.
“Con la buena lectura –-dice-- se experimentan una serie de sensaciones placenteras, gustosas, enriquecedoras, que no se pueden obtener a través de la televisión o en un libro-cassette, en un CD-Rom o en un DVD, ni siquiera en el cine”.
También mencionó la Biblia, para desestimar el marco de consideración del gusto o el placer de la lectura, como indicador de consumo masivo de un libro. “Es el libro más vendido en el orbe, sin embargo, me pregunto cuántos en realidad lo compran para leerlo o disfrutarlo, cuántos efectivamente lo leen”, me confesó.
Galich considera que independientemente de que el centro de todo sea la capacidad de hacer consumible o colocar exitosamente en el mercado un producto como el libro, se puede seguir considerando importante la producción de libros de elevado contenido, para lectores exigentes, que disfruten del “remanso de leer”. Aunque ratifica que, conforme ha pasado el tiempo y se ha desarrollado la humanidad, el tiempo de vida se nos ha hecho más corto, piensa también que dedicar algo de ese tiempo a la lectura, “en el sentido clásico”, es más bien apremiante.
“Con la buena lectura –-dice-- se experimentan una serie de sensaciones placenteras, gustosas, enriquecedoras, que no se pueden obtener a través de la televisión o en un libro-cassette, en un CD-Rom o en un DVD, ni siquiera en el cine”.
Resulta curioso que dos escritores habituados a enfrentarse al lenguaje, a las palabras, a sufrir y al mismo tiempo disfrutar de ese enfrentamiento cotidiano, no puedan, a estas alturas, dejar de obviar el hecho de que el actualmente unívoco accionar del mercado y el vertiginoso desarrollo tecnológico influyan cada vez más decisivamente en la forma y hasta en el sentido mismo de su oficio.
Para el poeta y editor Luis Rocha Urtecho, por ejemplo, en Nicaragua producir libros tiene un costo muy alto, igualmente sostener relaciones con editoriales de otros países en el mundo. Rocha advierte que en los colegios los autores nacionales de casi todo este siglo son prácticamente desconocidos. Le parece lamentable que si los estudiantes no conocen a escritores como Salomón de la Selva, Azarías H. Pallais o Alfonso Cortés, menos que conozcan a los más contemporáneos.
Rocha considera que el “reposo” de la lectura ha tendido a desaparecer en la sociedad de consumo. “El tiempo que le queda a los ex-lectores, lo emplean en formas más rápidas de adquirir información y de recrearse, como la televisión, el cine, las redes informáticas y las multimedias, que vinieron a ser el tiro de gracia contra el libro”, lamentó.
En este punto Rocha corrobora el impacto ineludible que el auge de la informática ocasiona tanto en los productores como en los consumidores del pensamiento escrito. El furor cibernético actual está imponiendo una suerte de codificación cultural cuya transmisión tiende a tornarse impersonal y ahistórica. La racionalidad tecnológica y su eficiente rentabilidad imponen la uniformidad planetaria sin ofrecer alternativas humanitarias paralelas al llamado “progreso”.
Eso mismo parece pensar el periodista Marcio Vargas Aguilar, quien piensa que cuando uno habla de libros en general, no advierte que está encerrando en un sólo término realidades diversas y hasta contradictorias.
Vargas tampoco cree que el “libro de literatura”, que nunca ha sido de consumo masivo --”aunque haya tenido periodos de moda en que se vende por millones sólo para llenar bibliotecas de adorno”-- vaya a desaparecer. “Seguirá –dice- siendo un producto para un mercado selecto, reducido y poco rentable”.
Porque la literatura no tiene otra forma de ser consumida que de la forma en que es producida: en rincones íntimos, solitarios, aireados pero silenciosos.
Para el poeta y editor Luis Rocha Urtecho, por ejemplo, en Nicaragua producir libros tiene un costo muy alto, igualmente sostener relaciones con editoriales de otros países en el mundo. Rocha advierte que en los colegios los autores nacionales de casi todo este siglo son prácticamente desconocidos. Le parece lamentable que si los estudiantes no conocen a escritores como Salomón de la Selva, Azarías H. Pallais o Alfonso Cortés, menos que conozcan a los más contemporáneos.
Rocha considera que el “reposo” de la lectura ha tendido a desaparecer en la sociedad de consumo. “El tiempo que le queda a los ex-lectores, lo emplean en formas más rápidas de adquirir información y de recrearse, como la televisión, el cine, las redes informáticas y las multimedias, que vinieron a ser el tiro de gracia contra el libro”, lamentó.
En este punto Rocha corrobora el impacto ineludible que el auge de la informática ocasiona tanto en los productores como en los consumidores del pensamiento escrito. El furor cibernético actual está imponiendo una suerte de codificación cultural cuya transmisión tiende a tornarse impersonal y ahistórica. La racionalidad tecnológica y su eficiente rentabilidad imponen la uniformidad planetaria sin ofrecer alternativas humanitarias paralelas al llamado “progreso”.
Eso mismo parece pensar el periodista Marcio Vargas Aguilar, quien piensa que cuando uno habla de libros en general, no advierte que está encerrando en un sólo término realidades diversas y hasta contradictorias.
Vargas tampoco cree que el “libro de literatura”, que nunca ha sido de consumo masivo --”aunque haya tenido periodos de moda en que se vende por millones sólo para llenar bibliotecas de adorno”-- vaya a desaparecer. “Seguirá –dice- siendo un producto para un mercado selecto, reducido y poco rentable”.
Porque la literatura no tiene otra forma de ser consumida que de la forma en que es producida: en rincones íntimos, solitarios, aireados pero silenciosos.
Tomado de: http://erickaguirre.blogspot.com/
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