Fuego soy apartado, y espada puesta lejos
Anamá Ediciones Centroamericanas ha publicado en Nicaragua el libro con que Gioconda Belli ganó, en el año 2006, el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, en España.
En el prólogo a una antología publicada hace ya más de una década, la poeta Daysi Zamora se refirió a la dificultad que enfrentan las mujeres nicaragüenses que hacen poesía para representar a un mundo visto, vivido y sentido “desde la experiencia íntima e incanjeable de ser mujer”, y proponía leerlas desde la desconstrucción de una dicotomía: la que opone los principios femenino y masculino, la que hace funcionar el paradigma que supuestamente distingue a hombres y mujeres.
Partiendo de esa perspectiva he tratado de seguir con atención ciertos trazos en la escritura de algunas autoras que parecen ir dibujando, cada vez con mayor claridad, la imagen paradigmática de la poeta nicaragüense construyéndose a sí misma, es decir: la imagen de la mujer que al escribirse también se describe a sí misma. Una de las que más destaca entre ellas es Gioconda Belli, cuyo más reciente poemario (“Fuego soy apartado, y espada puesta lejos”) ganó en 2006 el XXVIII Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, en España, y ha sido publicado este año en Nicaragua por Anamá Ediciones Centroamericanas.
Belli es una poeta prolífica y literariamente virtuosa que, desde sus inicios hasta lo que personalmente tiendo a considerar su “apogeo lírico”, se había concentrado en el tema erótico ligado a sus preocupaciones sociales, un poco más abundantemente que en sus disquisiciones existenciales. Más que cualquier otro, el tema erótico era el preponderante en su poética, al menos hasta antes de “Mi íntima multitud” (2003), libro con el que ganó el V Premio Internacional de Poesía Generación del 27, también en España.
Incluso cuando en sus poemas ha abordado estrictamente el tema social, éste siempre ha estado relacionado de alguna manera con lo erótico. En casi toda su poesía, al menos desde “Sobre la grama” (1972) hasta “Apogeo” (1997), ha sido una constante en ella el impulso de escribir libremente sobre su condición de mujer y sobre la sexualidad de la mujer, aunque es obvio que su poesía también ha estado siempre muy unida a su pensamiento social y político.
Para ella, incluso el amor, es político, y la mujer, la poeta, se crea a sí misma por medio de la poesía, que a su vez llega a formar parte de la realidad y contiene, además, el potencial para transformar la realidad misma. En sus primeros libros de poesía es evidente y constante la expresión de una feminidad desnuda, sin ambages, plena de experiencias íntimas, personales, generalmente relacionadas con las circunstancias y características del ambiente social en que la poeta misma se desenvuelve o se ha desenvuelto, incluyendo en ello su formación de clase, el encuentro inquisitivo con las contradicciones sociales y su militancia política.
Es notable además una audaz transgresión del mito social y de la tradición nacional respecto al tema, a través de una relación comparativa entre la erotización de su cuerpo, del cuerpo femenino, con elementos de la naturaleza que le permiten literarizar una especie de subversión de los códigos sociales convencionales, utilizando, paradójicamente, sus propios signos.
A mediados de la década ochenta, José Coronel Urtecho dijo que, aunque la poesía de Belli ya ocupaba un lugar visible en la poesía nicaragüense, si fuese más conocida, ese lugar lo ocuparía a nivel continental. Coronel se limitó entonces a darnos un aviso, una previsión que, evidentemente, ha terminado por cumplirse. Aunque personalmente yo extendería los méritos en los que el viejo vanguardista reparaba entonces, hacia muchos otros poetas nicaragüenses de las últimas cuatro o cinco décadas, cuyo relativo desconocimiento tiene su origen en razones de política cultural y promoción editorial.
Agregaba Coronel que la poesía inicial de Belli, escrita y publicada en los años setenta, era auroral, primaveral, corporal y constituía apenas el anuncio, un adelanto, una especie de previo florecimiento poético de la revolución sandinista. Y efectivamente, la poesía de Belli, y como la de Belli, floreció a montones durante la década ochenta; de todo lo cual, al menos, han quedado para la posteridad sus mejores dechados, sus libros y antologías.
Haciendo a un lado las inevitables alegorías políticas derivadas de su poesía y después de toda el agua que ha corrido bajo los puentes desde la época de la revolución, en la primera etapa poética de Belli me ha parecido siempre distinguir o adivinar una obstinada convicción de que su patria, Nicaragua, es una especie de Nación Madre, en el sentido que (apoyado en el estudio profundo de ciertas mitologías) le dio Robert Graves a la epifanía común de muchos pueblos o naciones.
La poesía inicial de Belli parece inspirarse, casi ininterrumpidamente, en la idea de Graves de que determinadas aprensiones, convicciones u obsesiones comunes, son la fuente esencial de toda religión, mito o poesía, y de que es imposible desarraigarlas de nuestro imaginario colectivo. Por eso nunca faltó quien interpretara su erotismo recurrente como gozo y subversión y como compromiso social o político. Pero también hubo quien interpretó en su obra una especie de poética del cuerpo: autocontemplación del cuerpo femenino y celebración del cuerpo masculino, o viceversa.
“Dios te hizo hombre para mí”, es un verso que concentra la temática erótica de Belli, y que sutilmente nos remite a un “mito de origen”, pero revertido y terrenalizado en la contemporaneidad, como una manera de asumir una especie de naturalidad o sacralidad de lo erótico, aunque de antemano sepamos que el erotismo no es un fenómeno contemporáneo, si no más bien antiguo, incrustado secularmente en el espíritu de la humanidad. Quizás por eso la poesía de Belli se desenvuelve en diversos contextos que oscilan entre lo social y lo individual, aunque siempre adherida a las distintas formas de la sexualidad y al amor como una manera de sublimizar su falsa pecaminosidad o su presunta “impureza”, y como una forma de entresacar la esencia de su verdadera sacralidad.
La poesía como fruto del deseo de vida y permanencia inherente al ser, es decir, del erotismo como fenómeno ligado desde siempre a lo sagrado y a lo místico, pero reasumido y reelaborado por Belli de tal forma que sus frutos terminan siendo esos poemas que van desde “Amor insurrecto” (1984) hasta “Apogeo” (1997), y que quizás persisten graneadamente en “Mi íntima multitud”: poemas de una sensualidad desbordante y contagiosa que en su más reciente libro de versos parece empezar a declinar o a desplazarse hacia una especie de maduración o recogimiento espiritual.
Decía Octavio Paz que el erotismo es algo imaginario, que es pura creación, invención en busca de la propia imagen. En otras palabras: narcisismo. Leyendo los primeros libros de Belli uno se resiste a concordar plenamente con esa idea, puesto que si en su poesía es tan real un cuerpo que imaginamos cuando leemos, como un cuerpo que en realidad tocamos y, en ambos casos, después se desvanece, ¿dónde está entonces eso que llaman “la experiencia de la vida plena”? En la nueva etapa que sin duda se abre en la poesía de Gioconda Belli con su más reciente poemario, me parece encontrar la cercanía a cierta definición de ese dilema, el punto culminante de una poética que empezó asumiendo el erotismo como una experiencia total, pero que ha terminado por entenderlo como algo que nunca se realiza del todo, que siempre está “más allá”.
En “Mi íntima multitud” es evidente ya una decantación de su poesía hacia una más clara subjetividad, hacia una relación aún más estrecha entre la experiencia individual y el influjo de la experiencia colectiva; empieza a destacarse más lo privado de lo público, aunque siempre, de una u otra forma, ambos contextos terminan confluyendo y entrelazándose a través de enunciaciones ondulantes o intermitentes, a veces de euforia, a veces de cierto desaliento, que a la larga terminan por esbozar una especie de redefinición de su poética, hasta entonces embebida e impregnada casi plenamente por el tema erótico.
Hay también en ese poemario una especie de relación paralela, dialécticamente opuesta, entre su idea recurrente de Nación Madre (aunque esta vez imbuida de un profundo sentimiento de decepeción por los sueños malogrados de redención social) y la visión contraria del llamado Primer Mundo con sus grandes cosmópolis, símbolos paradigmáticos de las enormes contradicciones y el caos ideológico que caracterizan a la llamada “era postmoderna”. Aunque a ratos logra prevalecer, al menos hasta este libro, cierta visión esperanzadora característica de sus primeras etapas poéticas.
Pero en los poemas que ahora nos muestra en “Fuego soy apartado…”, es claramente perceptible una ruptura profunda con su poética precedente. Es como si el furor pleno de la sexualidad que la caracterizaba, empezara poco a poco a extinguirse, como si su poesía hubiese sido invadida repentinamente por el desamor y el desaliento, o como si hubiese accedido finalmente a una sosegada capitulación del incendio erótico con que irrumpió y evolucionó como poeta, y cuyo clímax quizás lo marcó su libro “Apogeo”.
Vale pues preguntarse si estamos ahora ante “otra” Gioconda Belli. Y si es a eso a lo que sus lectores ahora se enfrentan, me atrevería entonces a sopesar la posibilidad de que quizás estemos ante una “mejor” Gioconda Belli: menos ingenua, más desencantada o cínica, en el estricto sentido del término. Aunque, para el caso, puede que “mejor” signifique más madura o menos impetuosa, más meditabunda o reflexiva; auxiliada o refugiada en el infinito y generoso alero de los libros, en el sosiego de su silenciosa sabiduría. En otras palabras: una Gioconda Belli más “completa”.
Pero otra interrogante que brota después de reconocer este crucial punto evolutivo de su poesía, es si nos encontramos o no ante la coronación o la cúspide de su poética. Probablemente no sea posible encontrar ahora una respuesta contundente para eso, aunque lo cierto es que, como ya dije, estos poemas de “Fuego soy…” tienden a evocar y aludir sobre todo al remanso de la lectura, al refugio del hogar, a la maceración solitaria de las emociones y los pensamientos.
Se diría también que hay una creciente reflexión ante la cercanía de la “alta madurez” o el declive de las distintas etapas de la juventud. No es, precisamente, una recriminación a toda la parafernalia que conlleva la proximidad de la vejez, sino más bien al amor mismo que ya no crepita como antes, y frente a eso nace una especie de búsqueda de consuelo en la sabiduría literaria y el sosiego de la meditación.
Pero no deja de impresionar en estos poemas esa reminiscencia de su acostumbrada autoconfianza femenina, la manifestación permanente de un sentido suyo de confianza en la fuerza del amor, más allá incluso de la propia decadencia vital y del ocaso de la existencia. Son poemas que además no logran alejarse de sus también ya conocidas preocupaciones sociales o políticas, aunque sin duda concentradas en algo más propio, textos que fungen como receptáculos de un nuevo credo humano más solitario, más recogido en su individualidad.
Una nueva poesía más aprensiva o transida, esta última de Gioconda Belli, enunciada a través de las mismas formas de elocución a que nos tenía acostumbrados, cuyas tonalidades sin embargo propenden ahora a asumir una tesitura más oracular. Su poesía eróticamente eruptiva a dado paso ahora a un Yo menos incandescente e impulsivo pero siempre absorbente. Sus anteriores monólogos turbulentos, quemantes, dieron paso finalmente a una subjetividad menos efusiva y extrañamente compungida.
¿Una conmemoración de la pérdida del erotismo? ¿Un encuentro definitivo y más fraterno con la soledad de la vejez y lo que llaman sabiduría? ¿Un flujo de intensidades más entrañables y menos fogosas que las de la “primera” Gioconda Belli? No hay duda que así es. Aunque quizás sólo estemos ante un nuevo punto de partida.
Tomado de: http://erickaguirre.blogspot.com/
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