El rito del silencio
Una tarde lo vi sentado bajo el andamio que custodiaba aquel viejo edificio. Era una tarde helada y húmeda. Casi la mitad del frontón de aquel vejestorio estaba impúdicamente desnuda. La pintura vieja y mohosa había sido removida centímetro a centímetro a punta de espátula en más de cuatro pisos y cubría la acera como hojas muertas. Los ventanales tristes y sin vida hacían parecer aquel coloso una inmensa calavera descascarada. Él, como siempre, se limitó a intercambiar una mirada conmigo, sólo que esta vez más llena de afecto y de alegría, pero sin un saludo, sin un meneo de cabeza siquiera. Por esas casualidades de la vida estábamos en un país ajeno y era el primer rostro familiar que había visto en más de un año. Las tardes subsiguientes siguieron el mismo ritual, un par de miradas tímidas, rápidas y afectuosas, pero sin gestos.
Yo sabía que era del viejo barrio en que nací, hasta sospecho que vivía en la misma manzana, pero nunca fuimos compañeros, mucho menos amigos. Coincidimos un par de años en la misma escuela Primaria y creo que uno en el instituto de Secundaria de la ciudad, pero me llevaba como dos años de ventaja. Cuando nos encontrábamos en los pasillos de la escuela sólo nos limitábamos a mirarnos. Algunas veces hice el intento de saludarlo con la cabeza pero no me atreví, otras veces percibí que él quería hacer lo mismo pero el intento se diluía en una simple mirada. Recuerdo que una vez me defendió de un chavalo más grande que me estaba golpeando en el suelo, me levantó de donde me tenían vencido y sometido y me dio un empujoncito para que me marchara mientras él se interponía entre mi verdugo y yo.
Sólo sé que le decían El León, tal vez por el tamaño descomunal de su cabeza y su hirsuta melena alborotada. Era en aquel entonces y lo seguía siendo cuando lo volví a encontrar, chaparro, de complexión recia, cara cuadrada y chirizo, ojos achinados y azabaches como las noches de invierno, boca grande con unos labios regordetes y los dientes superiores ligeramente inclinados hacia afuera. Nos volvimos a ver en distintos lugares de la ciudad y aunque teníamos muchos amigos en común nunca logramos acercarnos. A veces hasta compartimos el mismo cigarro que nos fumábamos a escondidas entre más de 10 almas en las tardes lluviosas al salir de la escuela o en el parque central. Tampoco es que fuéramos enemigos o que nos cayéramos mal, pero no logramos nunca intercambiar unas palabras. En muchas ocasiones me lo encontré en la capital o en otras ciudades del país y a pesar de que la lejanía del terruño acerca a los coterráneos, no pudimos nunca relacionarnos, éramos como una especie de polos iguales, que se repelen.
Solía pasar como a las tres tarde frente al edificio en remodelación donde él trabajaba. Había conseguido un trabajo de vigilante en un condominio en construcción en las afueras de la capital. Mi entrada era antes que salieran los trabajadores porque tenía que revisarlos para que no se llevaran nada. Los sábados la entrada era antes de mediodía y la salida hasta la mañana del lunes cuando iniciaban sus labores de la semana los constructores. No había descanso, pero no era un mal trabajo, ganaba un poco más que en los otros trabajos que durante ese año había conseguido, no hacía ningún esfuerzo físico y no tenía capataces, lo único era el desvelo, pero al final el cuerpo se adapta y se modifican los hábitos, y a mí siempre me gustó la vida nocturna.
Por la mañana ya estaban instalados como arácnidos los que desvestían de sus harapos la vieja estructura, amarrados con mecates añadidos de todo calibre y colores. Cuanto pasaba por la tarde, la desnudez había subido medio piso, de tal manera que avanzaban un piso por día. Al pasar por el lugar no podía evitar buscar aquella mirada amiga que me hacía sentir como en casa, la intersección con aquellos ojos conocidos me reconfortaba y me hacía olvidar la soledad del destierro, la angustia de un exilio voluntario.
La miseria en mi país me había empujado de forma irremisible a buscar otros caminos. Al menos allí había trabajo, nunca me faltó desde que llegué, sucio, hambriento e indocumentado. Me había dado el lujo de abandonar cualquier trabajo si no me gustaba y siempre me pagaron lo que me debían. Cosa imposible en mi terruño. Pero añoraba mi patria, me hacían falta los míos y todo lo que tuviera que ver con mi país me hacía sentir una gran nostalgia. Un año de ausencia me parecía una eternidad en aquel lugar, el tiempo se había detenido, enquistado en el momento en que partí, para mí todos los días eran ayer y medía el deshojarse del calendario por las noches que pasaba en vela, no por los días.
Lo único que hasta ahora parecía doblemente mío era aquel rostro conocido, el recuerdo de mi infancia y la añoranza de mi barrio natal. El dinero que ganaba sentía que no me pertenecía y no tenía el mismo valor que el de mi tierra, podía comprar con él pero lo hacía como prestado. Siempre tuve la sensación de que los alimentos que deglutía, porque eso era lo que hacía, deglutir, no los merecía o eran una obra de caridad. Me propuse cruzar la calle y llegar hasta donde él estaba, darle la mano y abrazarlo, lo único que no sabía era qué le iba a decir, no concebía de qué manera empezar una conversación que había quedado truncada en la infancia o quizás había nacido muerta.
Las tardes se hicieron más gratas por la ilusión del acercamiento, pero cada vez estaba más alto y a la hora en que yo pasaba le faltaba mucho tiempo para bajar. Por las mañanas ya estaban instalados en su afán desnudador y no descenderían tal vez hasta las doce, pensé que el fin de semana lo encontraría bajo el andamio pero era aún muy temprano para que terminaran la jornada, así que decidí que el lunes saldría mucho más de mañana con la excusa de que iría al médico, porque también tenía seguro médico, y lo abordaría antes que subiera al andamio.
La dos noches del fin de semana pasaron suaves, sosegadas, pensé en los aromas, en los sabores, en la brisa caliente de mi patria, hasta el infierno de calor de mi ciudad llegué a extrañar, detestaba el frío y en aquel promontorio donde me encontraba era cortante. La primera noche que llegué al lugar no llevé nada para abrigarme y tuve que ponerme la ropa de trabajo de los albañiles pero de nada me sirvió porque estaba tan embarrada de cemento que parecía que me cobijaba con una lápida. Para llegar al edificio había que subir a pie tres kilómetros de un cerro empinado, sólo ese ejercicio valía el salario que ganaba, pero no me quejaba, tenía trabajo. Lo que más me gustaba de aquella labor noctámbula era la vista panorámica que tenía de la capital por las noches. La ciudad se extendía completa y luminosa como una sábana sobre el llano a los pies del cerro y por el día se podía distinguir todos los edificios altos, incluido el que estaban desvistiendo.
El lunes salí un poco tarde, pero con suerte podía encontrarlo todavía abajo, me supuse que antes de subir tenían que preparar las herramientas y los arneses improvisados, aún no eran las siete de la mañana. Bajé corriendo una calle empinada. A las pocas cuadras divisé el edificio escoltado por el esqueleto metálico, pero no miré a nadie encaramado en la estructura. Me alegré al saber que los trabajadores aún estarían en el suelo y allí podría aprovechar para abordarlo de una vez por todas.
Un molote de gente se apiñaba en la vía justo frente al andamio, cosa rara porque a esa hora la gente circula rápida e indiferente a sus labores. No había movimiento de trabajo. Las personas husmeaban de manera curiosa tratando de ver algo, me abrí paso intentando llegar cerca de la base del andamio pero las personas formaban una pared sólida que no dejaba resquicio para penetrar, tuve que dar la vuelta hasta llegar a la puerta del edificio por donde también entraba en ese instante una unidad de rescate del cuerpo de bomberos, la gente se apartó a regañadientes y quedó un pasadizo angosto por donde penetraron los rescatistas con una camilla.
Pude ver ese rostro tan familiar y tan ajeno retorcido por el dolor, una mueca grotesca desfiguraba aquella serenidad de tótem. Un charco de sangre semicoagulada remedaba una almohada carmesí bajo su cabeza de ídolo. Un trozo de mecate reventado amarrado a su cintura semejaba un ombligo roto. Me vio, una chispa de luz se desprendió de sus ojos ya sin brillo y una sonrisa leve dejó ver sus dientes ensangrentados. Con un esfuerzo supremo levantó su mano derecha y me la extendió, la así con vehemencia y me arrodillé para reposar mi sien sobre su pecho. Solo atiné a decirle -mi hermano-. Su mano fue perdiendo fuerza en el momento en que levantaban la camilla hasta quedar fláccida y pendulante.
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